En la revista The Photobook Review 007, el comisario y ensayista inglés David Campany publicó el ensayo “The ‘Photobook’: What’s in a name?” en el que acababa diciendo: “The take up of the term ‘photobook’ is a consequence of the Internet, and so is the field of study it marks”. Desde entonces he tenido claro que la coincidencia del boom del fotolibro tanto a nivel nacional como internacional, con la implantación de la tecnología digital e Internet no es casual.
En los últimos años estamos viviendo la segunda oleada en la democratización de la práctica fotográfica, frente al fenómeno que sucedió hace poco más de un siglo en el que gracias a la brownie y demás dispositivos parecidos el proceso fotográfico se simplifico y abarató alcanzando así al aficionado, hoy esa ampliación alcanza prácticamente a toda la sociedad. La mayoría de la población mundial tiene una cámara que lleva constantemente consigo, suele hacer fotos y es posible que las comparta por Internet. Debemos aceptar que se trata de un cambio trascendental y definitivo, y volviendo a la frase de Campany, resulta indispensable analizar el fenómeno fotolibril desde esta perspectiva. Hace tiempo que sabemos que la tecnología digital ha abaratado los costes de impresión, influyendo también en la economía de la impresión tradicional offset que vivió mejores momentos. También es conocido que Internet ha puesto en contacto a la pequeña y dispersa comunidad del fotolibro más allá de distancias y fronteras políticas y geográficas, permitiendo una difusión y distribución de alcance global a un coste muy bajo.
Pero a lo que no se le ha prestado tanta atención es al impacto que la irrupción en tromba de la sociedad en la práctica fotográfica cotidiana ha provocado en aquellos que tenemos esa práctica como herramienta de expresión y en algunos casos también oficio, y como esto a su vez se relaciona con el reverdecer del fotolibro tanto a nivel nacional como internacional. Una reacción que en su inmensa mayoría me atrevo a resumir como una respuesta conservadora, ya que los fotógrafos en vez de aceptar, criticar, estudiar o sumarnos a las nuevas prácticas y estéticas que la ciudadanía, las grandes compañías, los gobiernos e incluso las máquinas están desarrollando con la fotografía hoy, nos hemos visto superados y hemos optado por reagruparnos sobre nosotros mismos. Ante la avalancha de nuevas formas que amenazan el que era nuestro espacio privilegiado, hemos tratado de reconstruir los muros de nuestra identidad histórica por medio del fotolibro, que lejos de ser un elemento revolucionario ni novedoso, se trata de un soporte que ha acompañado a la fotografía desde sus mismísimos inicios. Ese mirar para dentro en vez de alrededor además se ha dado con un marcado carácter mercantil, por medio de los canónicos libros de Parr y Badger y/o Andrew Roth entre otros. Aunque en algunos casos se hayan tomado las fronteras políticas como marco con el que a veces proponer y otras veces forzar una suerte de identidad nacional fotolibril, y en otros, como los tres volúmenes de “The Photobook: a History”, se haya realizado un esfuerzo por trazar una línea de lectura histórica y transversal a la fotografía, todos los que somos parte de este ámbito, somos bien conscientes de que no ha cuajado, ya que su uso principal y casi exclusivo ha sido el de ofrecer una lista de la compra para coleccionistas y curiosos. Listas que también encargan las diferentes tiendas y distribuidoras online que marcan la llegada de la navidad, encabezadas por la más influyente, la de Photo-Eye, una tienda de libros de la costa oeste estadounidense. Por último, aunque no menos importante, no quiero dejar de mencionar tampoco otra convocatoria que funciona también como inevitable lista de la compra, el premio al mejor libro del año que organizan Paris Photo y Aperture, donde a nadie sorprende que sea una editorial la que organiza el premio con más prestigio de la escena internacional. Unas prácticas cuestionables que en España (sospecho que será una circunstancia común también a otros países) conocemos bien porque suceden con naturalidad, al ser La Fábrica la que organiza y premia al mejor libro del año con más impacto mediático a nivel nacional. Pero sería injusto apuntar solo a las casas editoriales o instituciones de esa realidad en la que es el mercado el que ejerce como vara de medir sobre el fotolibro. Los autores participamos alegremente en esa misma estructura al realizar tiradas limitadas, numeradas y firmadas. Ofrecemos así un producto limitado de alto valor cultural sobre el que rigen las lógicas del mercado y no un artefacto artístico reproducible ad finitum, y por tanto de bajo valor económico, para lo que solo tendríamos que realizar ediciones abiertas, no numeradas y sin firma. Un mercado, hay que decir eso sí, que no es comparable en su volumen al del arte contemporáneo. Se puede vivir directamente de los fotolibros, existen editores, unos pocos, que con esfuerzo y soluciones económicas creativas (algo habitual en otras ámbitos de trabajo por cierto) lo consiguen. Incluso diseñadores editoriales cuyo trabajo, en gran parte, viene directamente de este ámbito. Existen tiendas especializadas y distribuidoras, pocas (no suele haber más de una por ciudad ni país) que bajo una serie de parámetros concretos y con gran presencia online consiguen vivir directamente de los fotolibros que venden. E incluso el éxito de un fotolibro ha lanzado a algunos autores, muy pocos, al estrellato y consiguiendo después de mucho esfuerzo vivir de ello. Eso si, nunca directamente. Es decir, se puede vivir directamente de los fotolibros con mucho esfuerzo, siendo de los primeros, con acercamientos creativos, teniendo una serie de parámetros en cuenta y estando en casi cualquiera de los escalones del proceso excepto en el del autor. Y aún así, o justamente por ello, la presencia de ese mercado, como en la inmensa mayoría de las demás disciplinas de expresión, marca absolutamente la esfera creativa y productiva de la escena global.
Aunque pueda parecer lo contrario, no voy a ser yo quién niegue la trascendental importancia del fotolibro en el devenir de la fotografía. Para quién no me conozca, no escribo este texto desde la posición del hater externo a salvo del pequeño circuito especializado, sino desde bien dentro. Fundé uno de los primeros photobook clubs, asisto habitualmente a ferias especializadas, he coordinado uno de los premios anteriormente mencionados, he ayudado a organizar alguna exposición, he escrito unos cuantas reseñas en revistas especializadas e incluso he participado en un libro sobre fotolibros que previamente criticaba. Pero justamente por ello, por tener conocimiento de causa y ser muy consciente de la falta de autocrítica que existe en el ámbito de la fotografía y la idealizada imagen que tenemos de nosotros mismos y de lo que hacemos, me parece necesario intentar plantear aquí mis dudas.
Tengo la sensación de que nosotros, los que trabajamos a diario con la fotografía y conocemos con profundidad sus valores y peligros, ante el shock provocado por los drásticos cambios que estaban sucediendo a nuestro alrededor, adoptamos una postura conservadora y proteccionista, en la que el fotolibro ha funcionado como herramienta vertebradora. Ya que lejos de celebrar la expansión del medio que con tanto fervor activista practicamos y ayudar para que su uso no suponga un problema, nos hemos dado la vuelta para poner en valor un soporte, que aunque ciertamente había pasado desapercibido para los historiadores (intuyo que en parte por lo complejo de su concreción y definición), los fotógrafos siempre habíamos tenido presente. No puede ser que ese giro, que ese interés repentino, haya coincidido casualmente con la llegada de las imágenes intangibles en ubicua y constante circulación. Ante ese nuevo escenario de uso masivo popular de la fotografía, los fotógrafos hemos actuado de la manera más reaccionaria posible, reivindicando aquello que nos diferencia de los demás, haciendo ver que hemos reinventado una herramienta que siempre estuvo ahí. Se ha hablado mucho de experimentación en el mundo del fotolibro pero ¿acaso hemos inventado algo, una sola cosa, que no se hubiese hecho ya en los últimos 500 años anteriores de la historia de los libros?
El fotolibro es una herramienta que permite mandar un mensaje controlado, estable, rígido, dirigido e individualizado frente a la alta volatilidad líquida de la imagen digital online. Y es justamente en esa utilización del fotolibro como herramienta de reivindicación y diferenciación frente las prácticas populares, corporativas, institucionales y automatizadas de la fotografía, que son las que hoy sin duda predominan en la sociedad (existe un mundo más allá de nuestros grupos de Facebook, ferias y festivales) donde se convierte en un objeto elitista. De una élite (para si misma) que intenta que sus imágenes perduren, se asuman en una sola dirección, no se puedan recontextualizar y se tomen muy en serio. Es en ese sentido en el que la autoedición ha florecido, ya que por un lado gracias a las nuevas tecnologías nos permite escapar de los rigores del mercado en su producción (aunque luego nos entreguemos a él por entero en su venta y distribución) y por el otro nos permite tener un control aún más férreo sobre nuestras imágenes. Pero mirémonos al espejo. Suena a broma querer ampliar el interés por la fotografía por medio del fotolibro en la era de Snapchat, Instagram stories y similares condiciones inestables y aceleradas de la imagen que la inmensa mayoría de la población practica a diario. No estoy diciendo que desde la llegada de Internet o los ebooks ya nadie compra libros. De hecho las estadísticas demuestran lo contrario. Lo que digo es que nadie compra fotolibros (más allá de los propios fotógrafos), y tampoco en este caso porque Internet haya acabado con ellos ¡sino porque antes tampoco los compraba nadie (excepto los fotógrafos)! Incluso si nos hubiésemos apoyado en la fe (lo único que queda cuando no existen evidencias) de que por incongruencias del destino, muy habituales últimamente, justo en el momento que aparece Internet y los fotógrafos no necesitan ya de ese soporte estable y portátil para acceder a los trabajos de sus compañeros de profesión lejanos, justo entonces el fotolibro de repente se iba a convertir en un fenómeno de masas global en el que la sociedad se iba a volcar repentinamente, incluso habiendo asumido esa posición, quizás ya es hora de que admitamos que ni siquiera en estos años de exaltación ha sucedido. Y tampoco estoy diciendo que todos seamos hoy fotógrafos, ni que la profesión se haya acabado, ni de que solo tenemos que utilizar las redes sociales, abandonar los libros ni ese tipo de mensajes simples y poco razonados. Sino de que nos demos cuenta de que vivimos en un momento en el que todo el mundo tiene la fotografía incorporada de mejor o peor manera y nosotros, aquellos que conocemos profundamente su naturaleza porque nos dedicamos a ella, en vez de aprovecharlo, ayudar a asimilar y entender la herramienta, a explicar qué ofrece y alertar sobre lo que ataca, nos atrincheramos exigiendo que se nos acerquen por medio de un dispositivo que, lamentablemente, admitámoslo, por mucho que nos siga fascinando, posiblemente no sea el mejor para ese objetivo. Ni siquiera si nuestro objetivo no es el de concienciar a la sociedad sobre el impacto de la imagen y su influencia, y se centra en su valor cultural de la mano de una serie de autores capaces de desplegar una creatividad original o una habilidad técnica inusitada. Ya que ese tipo de prácticas, quizás no con tanta pasión, constancia ni ahínco como los fotógrafos, también las ensayan hoy los usuarios de la redes sociales de manera inconsciente, y no estaría demás tenerles en cuenta.
No es mi intención enterrar el fotolibro ni acabar con la euforia que durante estos últimos años hemos vivido a su alrededor. Soy un entusiasta, voy a seguir buscando, comprando, utilizando y difundiendo su importancia y valor. Lo que quiero es proponer una reflexión crítica que lo analice en su contexto actual. Como un instrumento tradicional de la fotografía de importante uso y consumo interno, especialmente para la construcción de un discurso complejo de carga narrativa y elaborada en búsqueda de una lectura analítica, pausada y concienzuda que requiere de cierta inmersión en las imágenes. Es por todo ello también un soporte realmente útil para los estudiosos de la imagen y el aprendizaje de aquellas personas que quieren hacer de la fotografía su principal ocupación y quizás también profesión. Pero que por esos mismos requerimientos y el contexto en el que hoy vivimos, salvo muy contadas excepciones, se convierte más en una barrera que una puerta de entrada para el creador y consumidor de imágenes no iniciado, es decir, para la sociedad en general. Por poner un ejemplo claro y sincero, la inmensa mayoría de las veces que he ofrecido un fotolibro, cualquiera, a alguien no iniciado (y puedo asegurar que han sido muchas), he tenido que acompañar la lectura con información de contexto y todo tipo de pistas para que mi interlocutor no perdiese interés y ayudar en su comprensión. Se trata al mismo tiempo, como decía anteriormente, de un dispositivo absolutamente condicionado por su valor material, por las elecciones que se toman en torno al artefacto en el que va inscrito la imagen y no a la imagen en si, donde los debates y especializaciones en cuestiones relativas al mundo editorial acaban en muchas ocasiones por relegar la importancia de las propias fotografías a un segundo lugar. Una herramienta regida por condiciones de un limitado e inestable mercado en el que todos, desde el autor hasta el comprador, pasando por el diseñador, editor, impresor, distribuidor y demás roles importantes del circuito participamos y alimentamos. Un soporte que quizás ha podido revolucionar la escena fotográfica de puertas para adentro, pero no así hacia fuera, donde a pesar de todos los libros sobre libros, ferias y exposiciones, su vuelta ha supuesto más bien una marcha atrás que quiero entender como una toma de impulso para resituarse en un mundo en el que la fotografía y las imágenes tienen una importancia y un impacto trascendental y decisivo que creo que aún no somos capaces de vislumbrar.